domingo, 14 de enero de 2007

Ojo de Loca no se equivoca

Sección Columnistas de la Nación.
Recuerdo que vi en la tele lo que le pasó a Lemebel en Puerto.

Otra vez la insufrible homofobia.

Pedro Lemebel

Pareciera majadero que cada semana enfrento este espacio con cierta premura (qué palabra más siútica). Pero para un escritor, mantener esta columna con cierta dignidad literaria no es fácil. Sobre todo cuando recién cambiado de domicilio a un cuarto piso céntrico, mientras garabateo estas letras, me golpea la puerta el vecino del tercero porque le afecta la música que envuelve esta narración. Y bueno, me digo bajándola al mínimo, no podría vivir sin música. Pero ahí aparece de nuevo hundiendo el dedo en el timbre, y con furia asesina me grita que “aunque yo apague esa música, él la sigue escuchando”. Pareciera una frase romántica o un posible tema para otra crónica marucha, así lo pienso apagando mi pobre equipo, que ni siquiera es la súper máquina musical que tienen todos en este país. Y procedo a guardar los cedés de Bola de Nieve, Lucha Reyes o Violeta Parra. Entonces intuyo que a mi vecino le molesta mi música por mis gustos musicales: populares, políticos y también de cierta homosexualidad criolla. Quizás, si escuchara tecno a reventar las orejas, el tipo podría dormir en paz.

Bostezando y hastiado del hostigamiento, me digo que esta crónica la terminaré mañana, y me voy a la cama para ver una película. Pero esta vez el vecino regresa a patearme la puerta porque no resiste que a esa hora, cuando la gente decente duerme, yo vea “Priscilla, la reina del desierto”. Puedo entender sus razones laborales, y parando el video me resigno a coger el teléfono y llamar a alguna amiga desvelada para fantasear un poco. Esta vez, el ogro me grita por la ventana que deje de hablar porque no puede conciliar el sueño. “Como vos soi artista…”, gruñe con los dientes apretados echando espuma. Y recién ahí me doy cuenta que el problema no es de audio. El tipo no soporta mi presencia en el edificio. Y esto lo confirmo cuando al día siguiente lo encuentro en la entrada y se me viene encima para golpearme gritando que no lo dejo vivir con mis ruidos.

“Te voy a sacar la conchetumadre”, me grita a mí que, aterrado, no sé cómo reaccionar frente al monstruo. ¿Qué he hecho? ¿Qué le has hecho, Pedro?, me diría cualquiera que le contara esta pesadilla. Y nadie entendería que la triste respuesta es ser como soy, en fin... existir; sólo eso, existir. Es posible que los odios sobre las minorías en este país hipócrita se guarden bajo la almohada y sólo exploten cuando una situación doméstica los saca a flote. Es posible que bajo esas risitas políticamente correctas que me soportan en esta ciudad se oculte una homofobia virulenta. Es fácil tolerar a los homosexuales, pero lejos, muy lejos, ojalá en la isla que imaginó Lafourcade para nosotros, o en ese gueto de “mafia cruel”, como nos calificó la senadora de derecha acosando con su doberman nazi al alcalde de Coquimbo. Es fácil saber que existimos y hacer como que nada, pero constatar que tenemos voz, humor, risa y que algunas escribimos como diosas proletarias, izquierdistas, anarcas y maricones a la vez, no lo pueden soportar. Resulta ser una piedra en el zapato para cualquier vecino conservador de departamento céntrico que no quiere que sus hijos se encuentren en el ascensor con nuestros ojos de cejas depiladas.

Vivo solo y, por decir lo menos, me sentí doblemente indefenso frente a esta máquina de agresión machista. Nunca aprendí a pelear o dar combos. Quizás por eso escribo. Y recuerdo la respuesta del artista Juan Dávila al contarle algo parecido: “Tú no necesitas golpear, Pedro, tu cara es un golpe para muchos”.

Después de darle mil vueltas a mi situación de fragilidad frente a la fiera homofóbica, pensé que este país –por suerte– era otro, que teníamos una Presidenta, que el tirano era un polvo maloliente, que la causa gay había logrado derogar el artículo 365 de la discriminación, y aunque me cuesta mucho me dirijo a la Primera Comisaría a estampar la denuncia por amenaza y hostigamiento. Mientras camino hacia allá me resuenan las palabras de mi madre diciendo: Nunca permitas que nadie te ofenda. Nadie tiene el derecho de golpearte. Si lo permites, toda tu vida de activista defensor de los derechos humanos y esas cosas no habrá servido de nada. Ni siquiera el Premio Anna Setgher que recibí el año pasado en Berlín como defensor de las causas minoritarias. Igual no quería llegar al trámite de la denuncia, y menos a seguir el asunto en tribunales. Pero la vida se me dio así. La homofobia es una engañosa peste que se camufla bajo la lengua de un país próspero y democratizado.

Otra vez me asalta el miedo; lo tuve también hace poco en Puerto Mont, cuando un facho me apuntó con una pistola en la Feria del Libro. Por suerte, mis amigos del Frente Patriótico lo redujeron rápidamente. Ahora vuelvo a tener miedo, y ya no es por un torero.

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